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viernes, 27 de marzo de 2015

Capítulo 25



La esbelta dama caminó solemne hasta el cofre. Se inclinó frente a él y miró el diseño de aquel escudo, labrado e incrustado magníficamente sobre la tapa de madera con fuertes soportes de metal. Su corazón parecía haberse quedado mudo, no lo sentía en el pecho. Puso su mano sobre la sucia superficie en la parte baja de aquel emblema y apartando la tierra húmeda hacia a un lado dejó al descubierto dos iniciales: "G.B."

Las miró unos segundos en silencio. Suspiró profundamente, pero la expresión de su rostro no salió de su lejanía. Se incorporó mirando hacia Santiago y Toñoño, y les pidió que se acercaran. 

- Diga usted - dijo Toñoño, mientras el joven de las herramientas se mantuvo en silencio muy tenso. 

- Necesito que en ese mismo lugar sigan buscando. 

- Pe... pero... ¿no cree que esté el documento en ese baúl? - titubeó el joven de mejillas rosadas. 

- Hagamos lo que nos pide - dijo Santiago en baja voz sin quitar la mirada de la dama de damas. 

Se dio la vuelta pero antes de alejarse miró hacia a Adelaida. Ella se ruborizó. Luego caminó decidido directo hacia su pala y Toñoño lo alcanzó a trote, haciendo lo mismo. Sin pensárselo dos veces comenzó a palear en el mismo lugar donde había aparecido el misterioso cofre. Tenía un mal presentimiento. ¿Seguir buscando? ¿Qué? Por el contrario todos los demás comenzaban a moverse incómodos, a murmurar. Las mujeres de estos que estaban hacia un borde de Los Jardines se acercaron. Los ánimos comenzaban a caldearse un poco en los que no entendían la actitud silenciosa de la Señora de Bardolín. 

- ¿Por qué a mandado a los chicos a seguir paleando? - estalló molesto un hombre de mediana edad - ¿Por qué no nos dice nada? ¿El documento no está ahí?

La Raquel de acero lo miró y aquella mirada hizo que el hombre tragara hondo. Pero ella no le dijo nada. Silenciosamente volvió a mirar sobre aquellas iniciales. G.B. Guillermo Bardolín. Mas ella sabía que no era su Guillermo, sino el padre de este. Su bien apreciado Gran Papá. Si aparecía otro cofre, entonces sería cierta la historia que siempre le había contado su amado. Si era así, sino aparecía el documento, podría que Los Jardines de Bardolín aun pudiesen salvarse. 

- Tía... ese cofre... ¿Lo conoce? ¿es lo que estamos buscando? - la pecosa se le acercó al oído casi  punta en pie. La dama de damas le sonrió maternalmente. 

- El cofre es de Gran Papá - le respondió como un susurro. 

- ¿De Gran Papá? ¿El documento no está ahí? - la pecosa se aferró con fuerza a la cintura de su alta tía. 

- Me temo que no - Raquel volvió a mirar por encima de los presentes hacia los jóvenes que continuaban buscando, mirando que Fabián y Gaspar se habían unido a ellos. Otros se iban acercando poco a poco, mientras un grupo de hombres con sus esposas comenzaban a retirarse descorazonados. Ella los dejó ir. En cambio Gerónimo intentaba convencerlos de que regresaran, que no perdieran la fe. Que en mucho tiempo no se había conseguido nada y ahora tenían una gran posibilidad de que dentro de aquel cofre estuviera el documento. Pero no le creían. Si era así ¿por qué Doña Raquel no se veía contenta? ¿Por qué no detuvo la búsqueda de lo que se estaba buscando, por el contrario la continuó? Lo más sano para ellos era comenzar a pensar que hacer, donde irse de perderlo todo, sino era que ya lo habían perdido. Adelaida volteó a mirarlos también y el corazón se le agitó con brío. ¿Por qué se van? pensó ¿Por qué? ¿Acaso no aman este hermoso lugar más de lo que lo amo yo? Y sin darse cuenta de sus propias acciones, se soltó de su tía abuela.

- Adelaida - Raquel intentó sostenerla pero la pecosa avanzó decidida hacía los cerezos y tomando con un poco de dificultad la primera pala que se le cruzó en el camino la levantó con sus delicadas manos y caminó hasta el borde de la zanja. 

- Santiago - lo llamó haciéndole dar un respingo. Cuando el la miró ella le extendió la mano para que la ayudara a entrar, pero él dudó. La miró con la herramienta en la mano y dudó. ¿Adelaida quería escarbar también? Era un trabajo demasiado rudo para sus manos. 

- Adelaida, no es necesario...

- Santiago - le volvió a extender la mano con mayor firmeza, mirándolo sin pestañar. 

- ¡Luisa Adelaida! - la dama de damas la llamaba pero su bravía sobrina la ignoraba - ¡Santiago no!

- Santiago - una vez más la pecosa le pidió su ayuda para entrar -. Me ayudas a bajar o bajo yo sola. 

- Hija esto es un trabajo rudo, para hombres - se acercó Gaspar -. Te lastimarás las manos. Si es necesario nosotros cuatro buscaremos por todo el lugar si los demás se dan por vencidos - los que estaban fuera de la zanja se movieron incómodos al escucharlo. Adelaida lo miró pero no le respondió. Entre aquel grupo de hombres que estaban impávidos y hasta admirados por la determinación de la preciosa pelirroja, no les quedó duda de que Adelaida llevaba en su sangre la fortaleza de espíritu de Doña Raquel. 

- Santiago - por última vez miró al joven de las herramientas a los ojos. Y movido sin saber por qué motivos, le extendió la mano y se la sostuvo. Tan suave, piel tan delicada, manos pequeñas y amadas, pero tan valientes,  tan capaces, pensó él. Adelaida bajó con cuidado apoyada en su mano y al quedar frente a frente ella lo miró solidaria. 

- No perderás tu hogar - le dijo muy cercana a él. 

- No tienes por qué hacer esto. 

- Sí. Sí tengo. 

- Adelaida...

- Amo este lugar Santiago - la pecosa sintió como sus mejillas se le pusieron cálidas al decir eso, un hermoso rubor llenó su rostro. Se sintió tímida y desvió la mirada. No era solo ese lugar que comenzaba a amar. 

- No tienes por qué hacerlo - se acercó Fabián. 

- Hija, puedes apoyarnos de otras formas - dijo Gaspar. Al rededor los que se habían quedado mirando comenzaron a sentir remordimiento de su propio actuar, al ver lo decidida que estaba la sobrina de Doña Raquel, al ver a esa joven dama tan "bonita y refinada" dispuesta a luchar por lo que ellos estaban desesperanzados por conseguir, cuando ellos eran los que perdían más sino luchaban.

- Adelaida... - Santiago no soltaba su mano - no quiero que te lastimes... 

- No permitas que me lastime - ella lo miró con cariño. Él le sostuvo la mirada en silencio unos segundos y luego, sin pensarlo más sacó de sus bolsillos una venda, la que cortó a la mitad y tomando las manos de la preciosa dama, se las envolvió con determinación, con toda la intención de crear para su delicada piel la mejor protección posible. Ella lo miraba con tanto amor, se sentía protegida por él, se sentía que podría palear con Santiago hasta el otro lado del mundo, si ahí debían llegar. La dama de damas se había acercado pero se detuvo algo distante con la mano en el pecho. La imagen de Adelaida y Santiago, uno frente al otro, juntos, tan cercanos, casi íntimos, dispuestos a luchar por el futuro de Bardolín la dejó paralizada llena de inmedibles emociones. Los miraba como si fuera una proyección en el tiempo, como si pudiera verse a sí misma frente a Guillermo, retando al mundo al que se enfrentaron por estar juntos, por vivir de su amor tanto como pudieran, por hacer realidad ese lugar tan lleno de historias suyas. Los Jardines de Bardolín tenían esa magia, en especial si se estaba cerca de los cerezos con el corazón lleno de amor. 

Adelaida se acercó a Santiago y lo besó en la mejilla. Luego aferró sus pequeñas manos a la pala que sostenía y avanzó entre Fabían, Toñoño y Gaspar y se dispuso, con toda su determinación comenzar a remover la tierra que tenía ante ella. Los tres hombres no salían de su asombro, se habían quedado estáticos viéndola, una imagen tan ambigua y tan hermosa, la delicadeza y la rudeza juntas. Adelaida hizo su primer intento, pero fue poco lo que pudo lograr, supo desde el primer momento que sería una labor exigente. Santiago se acercó a ella y desde atrás puso sus manos sobre las de la pecosa, ella lo miró trémula, pero al segundo siguiente se acunó en su pecho mientras él la guiaba sin palabras, le enseñaba como debía hacer uso de la pala. Alguno de los hombres que se habían mantenido de mirones, comenzaron a saltar dentro de la zanja y como si hubieran recibido una dura lección comenzaron a cavar sin más. Gaspar sonrió, la niña ha hecho el trabajo más rudo de todos, pensó, motivar a esta cuerda de desmoralizados. Algo que él sabía no se lograba con fuerza bruta. 

- Lo lograremos - dijo Adelaida.

- Ahora sé que sí - le dijo él cerca de su oído. Ella sonrió. 

Santiago y Adelaida formaron un equipo, él removía la húmeda oscura y pesada tierra bajo sus pies y Adelaida la paleaba hacia un lado donde los demás la arrojaban fuera de la fosa. Con la cooperación de todos los que se iban sumando, no tardó mucho tiempo ante los pies de la dama y su caballero, aparecer otro cofre idéntico al anterior. Alzaron las voces y Doña Raquel comenzó a cambiarle el semblante. Su expresión iba suavizándose poco a poco, aunque seguía en absoluto silencio. Entonces era cierto. La historia era cierta. Ahora debían aparecer dos cofres más, si aparecían no habría falta abrirlos para saber que había dentro de ellos. Por su parte Gaspar al aparecer el segundo cofre, se quedó pensativo. Él también había escuchado la historia de los cuatro cofres, la escuchó de Don Guillermo y de Doña Raquel, cuando apenas era un niño, el que corría por Los Jardines junto a Margot y junto a Jazmín. De pronto tuvo una visión tan clara de la niña pelirroja de Doña Raquel y alzó la mirada hacia Adelaida. La observó casi nostálgico. La presencia de la sobrina de la dama de damas se volvió casi mística. ¿Eres Jazmín que ha vuelto para ayudar a su amada madre? pensó en sus adentros. Jazmín, Adelaida, los cofres, Los Jardines, todo se unía como si fuera un plan del destino. Miró a Doña Raquel y ella le devolvió la mirada, se sintió de nuevo como ese infante que escuchaba las maravillosas historias de Guillermo y Raquel, sentado junto a Jazmín y Margot... y recordó... incluso Mateo. Recordó que Mateo era muy cercano a su tío, el esposo de Raquel, porque Vicencio, el padre de Mateo, y Guillermo habían sido muy unidos. La dama de damas le sonrió como si hubiera leído sus pensamientos. Le asintió en complicidad. Gaspar le regresó el gesto. 

- ¡Hay otro! - otro grupo de bardolideños había dado con un tercer cofre. 

- Falta uno nada más - dijo para sí misma la dama de damas. Al intentar sacar los dos cofres no pudieron. Pesaban mucho, tuvieron que sacarlos entre seis hombres, tres por cada lado. Adelaida estaba agotada y se sentía adolorida, estaba llena de tierra de arriba hasta abajo. Su vestido estaba desastroso, pero seguía viéndose hermosa, seductora para el joven de las herramientas, el que se acercó y le quitó la pala de las manos y ella vencida no le dio oposición. Tenía ampollas en sus finos dedos, Santiago sintió pena por ella. Le quitó poco a poco las vendas y vio las manos de la pelirroja hermosa coloradas por el roce del arduo trabajo. La piel estaba lesionada. Ella se miró las manos y suspiró compungida. 

- ¿Te duelen? - preguntó con ternura Santiago, ella asintió sin apartar la mirada de sus manos. Él estaba muy cerca de ella, mucho, y no se atrevía a levantar la mirada, aunque lo deseaba. Deseaba con toda su alma mirarlo en tan diminuta distancia. Él acercó las suaves manos de la pecosa a sus labios y sopló suavemente en ellas. El cálido aliento de Santiago aliviaba mucho el ardor que sentía sobre la piel. 

- No pude evitar que te lastimaras - dijo con algo de pena el joven de las herramientas, pero ella sonrió dulcemente.

- No estoy lastimada - le susurró. Él la miró al rostro, ella tuvo el valor de mirarlo. 

- Pero te duelen las manos - él pereció acercarse más a ella.

- Pero no estoy lastimada - a ella el corazón le latió en todas direcciones y se quedó casi inmóvil.  

- Adelaida... 

- ¡Otro! ¡Aquí está otro! - gritaron una vez más al encontrar el último cofre. Adelaida y Santiago casi dieron un brinco. Voltearon a ver como sacaban otro pesado cofre de las oscuras y fértiles tierras de Los Jardines. La pecosa le sonrió a Santiago y comenzó a caminar en dirección de los tres cofres encontrados, él suspiró. Estaba apunto de conseguir su propio tesoro, solo si hubiera tenido un par de segundos más. Caminó detrás de ella resignado a su suerte. La dama de damas estaba al borde de la amplia fosa, y pidiéndole a Gaspar que se acercara le pidió que abriera uno de los cofres. El corazón de aquel robusto hombre latió como el de una pequeña avecilla. Valiéndose de una barra de metal hizo fuerza entre la tapa y la vieja cerradura de la estructura de madera, reforzada con piezas de metal, bastante corroídas por la humedad y el tiempo. Aun así aquella tapa le opuso resistencia, pero el gran Gaspar no se dejaría vencer por un pedazo antiguo de madera. Crujió fuertemente la superficie y la cerradura se desprendió llevándose consigo trozos y astillas pegadas. La tapa había quedado libre. Un silencio cayó encima de todos los presentes. Parecía que hasta las aves habían dejado de trinar en los altos árboles. Como si la brisa se hubiera detenido a curiosear. Miró a la dama de damas que le asintió para que prosiguiera. Gaspar abrió el cofre. Había una cobertura casi hermética cubriendo la boca, soltó la barra que tenía en la mano y le pidió a Toñoño  la pequeña pala que llevaba en la braga. El joven chancho se la pasó y sin perder ni un solo segundo la incrusto por todo el borde y comenzó a destaparlo. Retiró la cobertura caoba y se escuchó un gran rumor correr entre todos al mirar el contenido. 

Estaba repleto de oro. 

Gaspar sonrió al verlo con sus propios ojos. ¡Era cierto! ¡La historia de los cofres era cierta! En ese momento era mucho más feliz por ser parte de la verdad de uno de los misterios más grandes de su infancia en Los Jardines, que por la fortuna que tenía frente a él. Los cofres llenos de oro de Gran Papá existían. Raquel tenía la certeza que con aquella cantidad de oro se podía llegar a un acuerdo con los Bardolín y así salvar a su tan amado pueblo y a sus tan amados jardines. 

- Con esto salvaremos nuestros hogares - dijo por fin la dama de damas, con su voz potente y señorial. 

- ¿Comprará el pueblo? - preguntó una mujer que estaba abrazada a su sudoroso esposo. 

- Digamos que sí. Con esto podemos llegar a un acuerdo en caso de que no aparezca el documento - respondió Raquel.

- ¿Es que vamos a seguir buscándolo? - dijo un anciano. 

- Lo único que nos hará dueños de Los Jardines es ese documento en caso de que la familia Bardolín no quiera negociar - se adelantó a decir Gerónimo. Corrieron comentarios entre todos los presentes una vez más, aunque ya no se sentían tan desamparados. Santiago salió de la zanja y ayudó a la pecosa a hacer lo mismo. La muchacha caminó hasta su tía abuela la que la miró de arriba a abajo lleno el rostro de una expresión graciosa. 

- Estás irreconocible Adelaida - le dijo la dama de damas. Su sobrina le sonrió.

- Hay esperanzas tía. 

- Pero Raquel - gruñó el anciano de nuevo -. ¿No sería mejor repartir ese oro entre todos y comenzar a buscar donde irnos?

- ¡No me saqué ampollas en las manos para que aun quieran salir corriendo de aquí! - a Adelaida aquella palabras se le escaparon de la boca sin poder evitarlo. Se sintió tan indignada por el comentario de aquel hombre. 

- Señorita usted no sabe...

- Señor no importa lo que yo sepa o no sepa. Lo importante es que este hermoso lugar no se pierda. Soy yo según usted una ignorante, pero que intenta salvar su hogar. Cada día que pasa amo más este lugar y me pareciera que cada día que pasa, muchos de ustedes lo aman menos. ¿Cómo es posible? 

- No es necesario que se moleste... - el anciano intentó calmarla ante la mirada atónita de todos los presentes. 

- Pero sí estoy molesta. Porque yo estoy dispuesta a ayudar a mi tía y a las personas que quiero en este tan bello pueblo que haré todo lo que esté a mi alcance, hasta el último momento. Y me molesta ver el abandono de muchos aquí ante esta situación. Quieren seguir teniendo una vida plácida ¿pero sin hacer nada para evitar lo que se avecina? Yo si quiero que aparezca el documento así sea el último día, en el último momento - Adelaida tenía el entrecejo anudado de lo furiosa que se sentía. Por el contrario Raquel estaba admirada, del ímpetu, del coraje que en todo sentido había demostrado su sobrina ese día en Los Jardines. Es como si ese vergel la estaba terminando de transformar, de llenar en las partes vacías de su alma. 

- Ya lo dije antes - dijo Raquel - el que ya se siente perdido ¿por qué sigue aquí? Pero les voy a decir algo. Sé que en el fondo siguen aquí porque tienen esperanza, igual que mi querida sobrina. Sé que tienen miedo. ¿Pero si no tuvieran miedo que harían por Bardolín? Harían lo que Adelaida, actuarían, amaran, lucharan por lo que por años ha sido nuestro, por lo que por años ha sido nuestra vida y nuestro hogar. Espero no estar equivocada con ustedes. 

- Raquel... muchos estamos agotados, han sido tantos años buscan... - el anciano intentó intervenir una vez más.

- ¡Parece que no dije nada! Yo definitivamente también estoy molesta - le interrumpió la dama de damas - y si no tienes nada a favor que decir con la suerte de Los Jardines de Bardolín, es mejor, Bernardo, que no digas nada. O seré yo misma, con la autoridad que aun tengo y de la que nunca he hecho uso, la que comenzaré a sacarlos de sus casas, porque el que no luche por este lugar no se lo merece - la dama de damas se sorprendió a ella misma soltando tal sentencia, pero el coraje de Adelaida la había despertado desde el centro de su ser.

Todos se pusieron pálidos, en especial el anciano al escucharla hablar tan decidida. 

- Ahora necesito voluntarios para llevar los cofres hasta mi casa. Y necesito que se siga buscando el documento - dijo Raquel. Nadie dijo más, y hubo voluntarios tanto como para una cosa como para la otra. Trajeron hasta la entrada de Los Jardines una pequeña carreta jalada por un asno, donde subieron los cofres y emprendieron camino a la vereda principal. La carreta apenas si cabía por las veredas del pueblo pero avanzó sin problemas hasta la casa de Doña Raquel. Ella se fue detrás siguiéndolos a todos, dejando a Adelaida junto a sus amigos, Lili, Fabían y Santiago en Los Jardines. No sin antes rogarle a la pecosa que por ningún motivo fuera más allá de los cerezos, hacia los pozos. 

Santiago se sentó a descansar recostado de uno de los cerezos cerca de la fosa y Adelaida hizo lo mismo sin darle importancia a lo que correspondía a los modales de una dama. Estaba muy cansada. Uno junto al otro sobre la hierba se quedaron en silencio mirando a cierta distancia a Galleta y a Fabián que conversaban a solas. 

- Ojalá aparezca el documento - dijo Lili mirando a Fabián de momentos. 

- Hay que mantener la fe - el joven de sonrisa de centella trato de darse ánimos a sí mismo con sus palabras. Se quedaron en silencio. Él miró a la tímida muchacha de cabellos lisos como cortinas, tan negros como un azabache y ella se puso rígida sin saber como actuar. Si tuviera mis mariposas aquí, pensaba, tendría que decir. 

- Galleta, estás muy bonita hoy - terminó diciéndole él.

- No sigas con eso - dijo ella muy apenada. 

- No quiero molestarte... es que... hoy he querido decírtelo. No es que sea la primera vez que te veas tan bonita. Es... es como dice Adelaida... todos los días... Galleta...

- Yo no soy bonita Fabián. Bonita es Carolina, María, Verónica... - se quedó callada de pronto. Se sintió celosa. Sin querer le había nombrado a alguna de las muchachas a las que Fabián había cortejado alguna vez y con la que con una de ellas tuvo un noviazgo. 

- Galleta... - él titubeó un poco - Indiferentemente de lo bonitas que puedan ser ellas. Tú eres hermosa...

- Fa...

- Galleta, yo no sé que irá a suceder con este pueblo. Pero si el destino decide que cada uno de nosotros debe tomar rumbos diferentes - a Lili los ojos se le abrieron tan amplios como de costumbre, era cierto, lo que decía Fabián era cierto. Si no aparecía el documento ¿a donde iría cada cual? ¿No vería más a Adelaida ni a Fabián? Eso era demasiado duro para ella - quiero que sepas que eres una mujer muy especial, que entre todas las mujeres que he conocido ninguna ha tenido un alma tan pura como la tuya. 

- Fabián... - ella se sonrojó como el sol al atardecer - ¿que te sucede? 

- Es una buena pregunta - se le acercó. La pobre muchacha no sabía donde mirar, no sabía si correr o no moverse en lo más mínimo. Lili lo amaba, pero estaba asustada, ella nunca había sido abordada así. Y él parecía querer acercarse mucho a ella. Si la besaba la mataría de la impresión. 

- Yo mejor me voy - dijo ella en contra de sí misma. 

- Yo te acompaño.

- No... yo... no gracias... yo me voy - y dando la vuelta comenzó a alejarse de él. Fabián intento alcanzarla pero ella aceleró al paso. 

- Galleta - la llamó. Pero ella no volteó. Se repitió mil veces lo idiota que había sido. ¿Qué me pasa? Se preguntó. Bien sabía que ha Lilibeth se le debía tratar con suma delicadeza, pero tal vez el temor de perderla, si tenían que irse de Bardolín, lo seguro que el destino los pudiese llevar por caminos muy distantes el uno del otro. No quería eso. Y sabía que podía encontra por el mundo infinidad de mujeres hermosas y buenas, pero con la ternura de Galleta nunca, porque lo que había terminado amando de ella, más que su frágil belleza era su alma. Miró hacia Santiago y se despidió de él desde donde estaba, hizo lo mismo con Adelaida. Avanzó algo cabizbajo y se dirigió a la salida de Los Jardines.

- Vaya con estos dos - murmuró Santiago. Adelaida lo miró. 

- ¿Por qué lo dices? 

- Por nada. Tanto que tienen que decirse y no se lo dicen. Tan fácil que sería para ellos - Santiago tragó hondo, pues de pronto se sintió en la misma situación. Tanto que decir. 

- ¿Tú crees? - la pecosa no dejaba de ver su perfil. 

- No me hagas caso - intentó evadir las aguas en las que se estaba metiendo.

- Gracias por apoyarme temprano - le dijo la pecosa.

- Lamento que te hayas lastimado las manos de esa manera... y mira tu vestido...

- ¡Oh! - ella se rió de sí misma - Sí parezco un huerto andante. 

- Más bien un jardín - dijo él soltándose un poco. Ella sonrió y arrancó una pequeña flor que se mecía silenciosamente frente a ella.

- Gracias Santiago.

Él levantó los ojos hacia ella, hacia esos pequeños ojos inocentes y pudo sentir que lo miraba de otra manera. Casi que quiso besarla, casi que no pudo contenerse. El amor adentro hacía tanto ruido, pero por fuera se quedó silencioso. Adelaida bajó la mirada, lejana en un pensamiento miró la pequeña flor que hacía girar entre sus dedos. Volvió a mirarlo, se quedó en sus ojos un segundo. Casi que quiso besarlo, casi que quiso que él la besara.
Pero solo se sonrieron, aunque en el alma de ambos, eso contó como un beso. Luego cada uno cayó dentro de sus propios pensamientos.  

- Los cerezos están en flor  - dijo ella rompiendo el largo silencio - Amo las cerezas. 

Él la miró, miró sus labios rojos como toronjas, mientras ella miraba hacia arriba, hacia las floridas ramas de los cerezos. Miró sus pecas, las siguió por todo su rostro. Su cabellera rojiza y atractivamente despeinada que caía libre sobre sus hombros y medio sostenido por moños que ya no cumplían la labor de tener ordenado su peinado. Ella sintió la mirada silente de él, como si la llamara sin palabras. Lo miró. No me mires así, pensó ella, que no sé de mi. Pero él no sabía mirarla de otra manera. No estando tan cerca. 

- No me mires así - le susurró ella. 

- ¿Cómo?

- No sé. Así, como lo haces. 

- Disculpa ¿te estoy incomodando? Yo... pero ¿cómo te estoy mirando?

Ella lo miró sin decir nada. ¿A donde se había ido Joshep? Pensó. Aquel recuerdo incesante que se interponía entre su corazón y sus emociones. Por primera vez tuvo consciencia de una verdad que apareció ante ella como una luz. Se sentía digna de ser amada. Merezco Amor, se dijo en sus pensamientos. Merezco ser valorada por quien soy. Soy digna de ser tratada con delicadeza, soy digna de que se me respete, soy digna de lo mejor de la vida. No quiero menos. 

- Perdóname si te estoy incomodando - él apartó la mirada, sintiéndose confundido. 

- No. No me incomodas - le dijo ella como un murmullo -. Mírame. 

Él aun el doble de confundido la volvió a mirar. 

- No estoy acostumbrada a ser tratada con tanta dulzura. Yo he sido lastimada hondamente en mi alma Santiago y la vida, y las personas más cercanas a mi me golpearon muy duramente en toda mi confianza y en mi ingenuidad. No estoy acostumbrada a creer que merezco ser querida. No estoy acostumbrada a confiar. No quiero ser lastimada de nuevo. Por eso te he dicho que no me miraras...

- No te quiero lastimar - dijo él apartando la mirada de ella por segunda vez. 

- Mírame Santiago. No quiero tener miedo de una mirada como la tuya. Mírame, merezco ser mirada así. Mírame Santiago, merezco ser mirada como lo haces - los ojos de la pecosa se llenaron de lágrimas. Él sintió tanto amor, tanta compasión por ella - Mírame, porque tus ojos me hacen recordar que soy bonita, que soy digna de ser valorada. Mírame como lo haces Santiago, merezco ser mirada así. 

Ella llena de emociones comenzó a llorar y él la acercó a su regazo y ella se acurrucó en su hombro abrazándose a su cuello. Y lloró en silencio, tan silenciosamente que la brisa cubría el sonido de sus sollozos. 

- No llores - le dijo el dulcemente al oído -. Mereces ser mirada con el mayor de los amores, con la mayor de las admiraciones, con la mayor de las ternuras. Para mi no hay otra forma de mirarte, porque la razón en la forma en que te veo, es porque estoy viendo en ti todas esas cosas. No llores. Si nunca te miraron con amor, que almas tan ciegas. 

 Los pétalos de aquel anciano cerezo comenzaban a caer sobre ellos, cómo si festejara, una vez más, que bajo su sombra volvían a encontrarse dos almas y el amor.    

Mis ojos son tuyos si quieres.    


   
Ella lo abrazó tan fuertemente.














     

domingo, 15 de marzo de 2015

Capítulo 24


Desde tempranas horas de la mañana un grupo de jóvenes y hombres se habían reunido en torno a los cerezos con picos y palas. Guiados por Gerónimo Valdez se comenzaron las labores de búsqueda. Unos esperanzados, otros sin esperanzas. Raquel se mantenía de pie un tanto en la distancia. ¿Y si escondiste el documento ahí? pensaba ¡Oh Guillermo que locura, jamás se me hubiera ocurrido! Le había indicado a Gerónimo cual sería el perímetro donde sería más idóneo buscar. Esos lugares donde ella y su amado compartieron horas de compañía, amor y pasión. Alzó la vista hacia los viejos cerezos, sus amados testigos de aquellos tiempos. Aquellos amigos silenciosos de su alegría. ¿Serían también los custodios de la salvación de todo Bardolín y de todo lo único que había tenido en la vida? Luego su mirada se fue un poco más lejos, un poco hacia su izquierda, más allá de la cerca alambrada que delimitaba el final de Los Jardines. 

- Jazmín - suspiró -. Mi niña. 

Miró hacia los pozos, donde estaba otro de los tesoros más importantes de su vida. En algún lugar, ahí, no lejos estaba su hija. Dormida en el tiempo acompañada por su muñeca. Por su leal compañera de porcelana. De la cual en casa tenía una réplica. 

- Hija - la llamó en voz baja como si Jazmín pudiera despertar lentamente de su sueño e ir a sus brazos y ser envueltos en ellos. Recordó la tarde que la perdió. Se precipitó de pronto una tormenta en todo Bardolín, no era tiempo de lluvias y aquel cielo grisáceo en la distancia no preocupó a los lugareños pensando que solo sería pasajero. Más no fue así, cuando llegó golpeó con su fuerza todo el lugar, con sus corrientes de aire furiosas como un demonio invisible que quería destruirlo todo. Cuatro niños jugaban a lo lejos cerca de los cerezos y en un descuido de los presentes cruzaron la verja hacia los pozos. Querían asomarse al borde de uno de ellos y mirar que tan hondos eran. No podían entender como podían decir que no tenían fondo. Mamá, en algún lugar deben tener un fondo, le decía Jazmín de vez en cuando a Raquel. Ojalá no lo tuviesen pensó la dama de damas al recordar las palabras de su pequeña pelirroja. Ojalá aun estés cayendo eternamente sin nunca alcanzar fondo. Entre aquellos cuatro niños estaba Jazmín. Aquella improvista tormenta tomó por sorpresa a los infantes, el suelo se hizo viscoso. El lodo se formó rápido por las pocas hierbas que había en esa zona donde estaban y la fuerte brisa empujaba sus pequeños cuerpos hacia atrás llenándolos de mucho miedo. Solo tres niños alcanzaron llegar a la verja y llegaron pálidos de terror donde estaban los demás encontrándose en el camino a una Raquel desesperada buscando a su Jazmín. ¡Se cayó! repetían los tres. ¡Se cayó! lloraban todos. Tuvieron que sostener entre varios a la desesperada madre bajo la demente lluvia, que quería correr hacia los pozos, mas la tormenta había empeorado tanto que no se podía mirar más allá de un par de metros con claridad. Era un riesgo irla a buscar. Los pozos eran demasiado peligrosos en una tormenta como esa. 

Las lágrimas salieron de sus ojos en el más solemne silencio. Su rostro no cambió en lo más mínimo su expresión de lontananza, de nostalgia. Cómo si esas lágrimas fueran libres de irse de entre sus párpados a su antojo, libres en su tristeza. Se recordó a sí misma, casi demente, llorando, gritando, golpeando a los que la sostenían. Al mismo Guillermo lo tuvieron que sostener también, parecía un toro sostenido por endebles hombres, que luchaban porque no avanzara más allá de la verja. La lógica no importaba en ese momento. Jazmín lo era todo para ellos, Los Jardines se convirtieron en algo secundario cuando nació su pequeña pelirroja. Ella era la flor del lugar, ella era el jardín, ella era la primavera perpetua, ella era el Jazmín. Esa tarde el mundo cambió para Guillermo y para Raquel. Sus corazones jamás serían los mismos. La dama de damas miró en la redoma central de Los Jardines el recuerdo de los días siguientes. Ese lugar iba a ser muy distinto de lo que era en ese momento. Guillermo y Raquel intentaban seguir como podían con su vida e intentado en memoria de su hija hacer de Los Jardines un lugar único, pero él estaba quebrado por dentro y en un momento de dolor volteó contra el suelo la pequeña carreta llena de pequeñas plantas y semillas. Comenzó a pisarlas, a golpearlas, a sostener los pequeños sacos de semillas y lanzarlos a ciegas. Raquel intentó detenerlo, pero no pudo. Por el contrario terminó uniéndose a él, arrojándolo todo en todas direcciones. Cuando su alma no pudo más buscó el regazo de Guillermo y se abrazó a él con tanta fuerza que lo trajo de vuelta en sí mismo; la miró pálida, diáfana, cómo si de pronto mirara en los ojos de ella el profundo deseo de no vivir más. Sintió terror de perderla a ella también. Y trató de ser fuerte, trató de ser la columna de Raquel, aunque el seguía quebrado por dentro. Roto. 

En los meses siguientes no se acercaron a Los Jardines; ella no salía de casa y él intentaba hacerla sonreír aunque fuese lo más mínimo. Sin embargo Raquel iba camino a la locura, no salía de la habitación de su niña. La ausencia de Jazmín le parecía una mentira a la dama de damas, tenía que ser todo una simple pesadilla de la que tenía que despertar en cualquier momento. Pero la ausencia no solo de su niña, sino también de su inseparable muñeca doblaban el silencio, multiplicaban el vacío en aquella casa. Raquel se culpaba a ella misma de su pasado, Dios le cobraba cuentas, le recordaba que no era digna de ser feliz por sus pecados, pero Guillermo le prohibía pensar así. La escarmentaba cuando ella se mal juzgaba, cuando se comenzaba a culpar y a odiarse ella misma por tiempos tan lejanos ya. Para salvarla de su hundimiento él decidió darle una sorpresa a Raquel. Tomó el cabello de Jazmín, la parte que él conservaba de la vez que a la niña le cortaron el cabello, tan largo y abundante que Guillermo conservó una parte, Raquel otra y la tercera parte lo usaron para la muñeca. Fue donde el artista que había hecho la primera muñeca para que este le hiciera una segunda, una réplica de la primera. Cuando el escultor supo la noticia, estuvo mucho rato en silencio sin decir nada. En el mismo silencio doloroso tomó el cabello de Jazmín y con una sonrisa compasiva se despidió de un Guillermo taciturno, después que este le diera algunas indicaciones sobre la muñeca. Una tarde llegó una carta de Gran Papá, era una carta urgente, necesitaba la ayuda de Guillermo en una de sus minas, sus otros hijos no habían querido comprometerse y sabía que de todos ellos Guillermo no lo dejaría solo. El día que tenía que partir fue el mismo día que le entregaban la muñeca terminada, corrió a la casa del escultor en el pueblo vecino para recibirla, para poder dársela a Raquel y partir lo antes posible a auxiliar a Gran Papá. Cuando tuvo la muñeca en brazos no pudo detener sus lágrimas. Agradecido se despidió de su amigo artista y con prisa llegó a casa. Raquel estaba sentada en la mesa del comedor, pensativa, ida, casi vacía, mas cuando él se acercó a ella y le mostró la nueva muñeca, la dama de damas la tomó un largo rato en manos si decir nada, luego mirando a su esposo se le lanzó al cuello abrazándolo con tanto amor, con tanta solidaridad, con toda su alma. Estuvieron abrazados no importa cuantos minutos, fue un abrazo eterno. Él la miró a los ojos con amor, ven conmigo, le pidió una vez más. Raquel negó con la cabeza regresando sus ojos al rostro de la muñeca acariciando su melena roja. Ven por favor, le imploró nuevamente preocupado por tener que dejarla sola. Pero ella se volvió a negar. El resto de su vida se arrepentiría de no haber ido. Cuando llegó la hora de irse, cuando el iba con maleta en mano, se acercó a Raquel y la besó como nunca, la besó tan intensamente amante que ella sintió alivio en su alma, luego él comenzó a caminar hacia la puerta y bajo su umbral se detuvo y volteó a mirarla. Se miraron unos segundos, él le sonrió. Te amo, le dijo y salió camino a la vereda principal.

Fue la última vez que lo vio. 

Un día furiosa con la vida y con todo Bardolín, caminó hasta Los Jardines dispuesta a maldecirlos e irse para siempre de ese lugar. Abrió la puerta de hierro que existía en la entrada, pero cuando llegó frente al lugar se quedó paralizada. Las flores habían crecido mezcladas, el paisaje que tenía en frente era demasiado increíble para creerlo. ¿Cómo del dolor de Guillermo y ella nació un jardín cómo ese? Al lanzar las semillas en todas direcciones cada una decidió su mejor lugar al caer. La naturaleza multicolor que tenía en frente superaba toda imaginación que pudiese haber tenido antes de lo que ella quería que fuera el lugar. Pensó que sin duda alguna, en Los Jardines había quedado algo de Jazmín y de Guillermo, incluso de ella. Y en vez de odiarlo, lo amo más. Como si en cada flor vivieran sus dos amados. Esposo e hija. Raquel levantó la mirada de nuevo hacia los que seguían cavando en la tierra en busca de un cofre, o de algo que pudiese contener el documento. Por favor, le rogó a Dios. Deseó con toda su alma que estuviese ahí el escurridizo papel que debía ser firmado por dos personas, las que se harían dueñas absolutas de todo Bardolín. Ese era el deseo de Gran Papá, de que Guillermo y Raquel firmaran el documento. Raquel pensó que de aparecer el documento se lo daría a firmar a Margot y a Gaspar, sus más queridos bardolideños. Dos personas de gran alma y queridos en todo Bardolín. Ella ya era una anciana que no duraría muchos años más. Los Jardines de Bardolín estarían bien cuidados en manos de tan amables y amados amigos. Casi unos hijos para ella. 



- ¡Adelaida! ¡Apúrate! - Lili estaba inquieta. 

- ¡Ya voy! ¡Ya voy! - le dijo la pecosa desde su habitación yendo de un sitio a otro. Se probaba un sombrero y se miraba al espejo. No, meneaba la cabeza y lo lanzaba sobre la cama. Tomaba otro, igual. Estaba indecisa. La que siempre sin problema se combinaba ante el espejo sin problemas, la que era una maestra del buen vestir de pronto se encontraba dudosa. La verdad era que en ese momento no le importaba verse correcta, sino hermosa. Había perdido la costumbre de sentirse bella que no sabía que hacer. Santiago estará allá, se decía. 

- ¡Adelaida! - le insistía Galleta. 

La pecosa sin más tomó un sombrero blanco, con tocado de flores y se lo puso sin más, sin mirarse al espejo. Se acercó a la puerta y la muchacha de ojos marrones suspiró aliviada de que por fin su amiga saliera. Era la hora perfecta para mostrarle a Adelaida la vida en Los Jardines, que conociera el floreado lugar justo en el momento que no solo había colores en los pétalos sino también aleteando en el aire fresco de tan hermoso vergel. La hora en que aves y mariposas llenaban todo con sus cantos y matices. La hermosa pelirroja le sonrió apenada por el retraso y salieron sin perder un segundo más camino a Los Jardines, donde en ese día estaban puestas todas las oraciones de los bardolideños. Al avanzar por la vereda principal, al llegar a la altura de la fuente apareció Fabián, como siempre, con su risa de centella. Lili se sonrojó, tanto que casi parecía una manzana. 

- ¡Ja! Esa era toda tu prisa - le acusó Adelaida cerca de su oído.

- ¡No! ¡Que dices! - los ojos de Lili se abrieron amplios como dos ventanas -. No sabía que estaría aquí. 

- Sí. Claro - le dijo la pecosa entrecerrando los ojos como dos pequeñas rendijas. 

- Eres injusta - se sonrió la muchacha de cabellos lacios. 

- ¿Cómo que injusta?

- Me acusas por mi prisa, pero no dices nada por tu retraso. 

- Mi... es distinto... - la pelirroja se sintió atrapada. 

- Sí. Claro - dijo Lili. Se rieron las dos. 

- Mi retraso solo es porque no sabía que ponerme - aun trató de defenderse. 

- Siempre te ves bella y es la primera vez que te veo tan preocupada de como te ves. Yo sé que no es como te ves, sino como quien te ve - dijo la muchacha de ojos marrones, al mismo tiempo que ponía expresión de desentendida. 

- ¿Cómo quién me ve? - a Adelaida las orejas se le sonrojaron -. No sé que estás diciendo. 

Lilibeth solo la miró y le sonrió. Fabián se había acercado hasta ellas, mientras caminaban en su dirección. 

- Cómo estás Adelaida - caballerosamente saludó a la pecosa. Luego miró a Lili -. Hola Galleta, que bonita estás hoy. 

- Gracias - Lili miró con pena hacia su amiga. Nunca Fabián le había dicho algo así y menos delante de nadie. 

- Estarás ciego Fabián. Ella está bonita todo los días - dijo la pelirroja provocando al muchacho de sonrisa de centella.  

- Sí. lo mismo pienso cada vez que la veo - respondió él sin apartar los ojos de los de Galleta, la que estaba rígida. Sin saber donde mirar, queriéndolo mirar solo a él -. Solo que hoy lo he dicho. 

- Deberías decirlo más.

- ¡Adelaida! - Lili la jaló de la manga de su blusa. 

- Lo diré más - dijo Fabián, mas Galleta no sabía como mirarlo. ¿Por qué lo está haciendo? ¿Por qué dice eso? ¿Será que..? No, no. No puede ser, cavilaba en sus pensamientos. 

- Voy de regreso a Los Jardines que estamos ya en este momento buscando el documento de Doña Raquel. 

- Vamos para allá - dijo la pecosa -. Voy a conocer a Los Jardines. 

- ¿No has conocido Los Jardines? - dijo sorprendido el joven - ¿La sobrina de la creadora de Los Jardines no los conoce? 

- ¿Creadora de Los Jardines? ¿Mi tía? - la pecosa pareció sorprendida.

- ¿No lo sabías? - dijo él. Galleta seguía en silencio pensando por qué Fabián le había dicho aquello. 

- No. Sin duda mi tía está llena de miles de historias sobre este lugar. 

- Este lugar es ella - pudo decir Lili por lo bajo. 

- Así es - dijo él.

- Me dije que antes de irme tenía que conocer a Los... - se quedó a mitad de lo que estaba diciendo. Se sintió mal. También pudo sentir como Galleta la miraba con desamparo. Recordó las palabras de Santiago, se le hizo un nudo en la garganta. No se quería ir. 

- ¿Sucede algo? - le dijo extrañado el joven de risa de centella al verla hundida en su repentino silencio. 

- No. Nada - ella intentó sonreír -. Me acordé de algo, eso es todo. 

Lili unos pasos más adelante le tomó de la mano y la miró con sus grandes ojos llorosos. Adelaida se le estremeció el corazón. Mi hermana, pensó, la dejaré sola. Aunque miró por encima de ella al silencioso Fabián que miraba hacia el frente a lo lejos. No, no estará tan sola. Se dijo en sus adentros que ese día no había llegado, el día de su partida, que en el presente ella estaba en Bardolín y que viviría cada día como si fueran perpetuos. Que disfrutaría cada hora por venir. 

- Aquí estoy hermanita - le dijo acercándose a Galleta -. Aquí estoy. 

Así llegaron juntas, tomadas de la mano hasta el arco de hierro forjado, que en el pasado sostuvo la reja que cuidaba el paso a Los Jardines. Cruzaron su umbral y comenzaron a recorrer el sinuoso camino que había hacia el vergel. La pecosa no disfrutaba mucho la pequeña subida, su falda se iba llenando de algunas semillas extrañas que se adherían a la tela y sus botas más sencillas, incluso eran demasiado finas para poder caminar con comodidad por ese sendero. Pero olvidó todo eso cuando vencieron la pequeña pendiente y por primera vez, con sus pequeños hermosos ojos, vio a Los Jardines de Bardolín. Se llevó una mano al pecho.  Estaba viendo al paraíso. 

Se quedó sin palabras.

Adelaida pensó que en ese lugar debían aparecer ángeles. El vendaval hizo sisear todo el vergel, meciendo en el aire las coloridas flores que llenaban todo cuanto veía. El perfume silvestre la envolvía dándole la bienvenida a Los Jardines con sus elaborados bouquets. La cantidad de mariposas era impresionante, no tardaron en posársele en el vestido. Miró los esbeltos árboles que rodeaban, como niños gigantes tomados de la mano, todo el hermoso edén. Trataba de decir algo pero su fascinación la tenía pasmada. ¿Cómo no había venido antes? pensaba una y otra vez. Los Jardines de Bardolín parecían llenarla por dentro de energía, de vivificarla, la hacían respirar paz. Se sentía consentida por una entidad invisible, como si aquel lugar tuviera consciencia de que ella estaba ahí, recibiéndola con amor. Los Jardines eran el reflejo de la gente noble del lugar. Era sin duda el corazón de tan hermoso pueblo, lleno de veredas, flores, historias y cerezos. No tan lejos de ahí miró en silencio a su alta tía. Casi inmóvil como una gran escultura mirando a lo lejos, siguió con la mirada la dirección en donde miraba la dama de damas y vio a un grupo de hombres trabajando arduamente cerca de una robusta hilera de cerezos que delimitaban la parte trasera del vergel. Más allá están los pozos, recordó. Recordó a Jazmín. Su pecho latió con intensidad pensando en su prima, sintió profunda compasión por esa niña jamás encontrada, la que en algún lugar detrás de Los Jardines se mantenía oculta, sostenida por los brazos del tiempo.

- Jazmín - le habló como un susurro -, desde aquí te envío una oración de paz. Te prometo que mientras esté aquí cuidaré de tía Raquel con todo mi ser.

Lili la miró en silencio. No dijo nada. Fabián se había adelantado a ellas, dirigiéndose camino al grupo de hombres que cavaban sin parar. Al llegar cerca notó que habían encontrado restos de algunas cosas, nada útiles. Del documento aun no se tenía ni lejana idea de donde podría aparecer, los ánimos iban decayendo poco a poco incluso en los más entusiastas. Fabián miró hacia Doña Raquel, la miró en silencio, sola, mirando inamovible hacia donde ellos estaban. Sintió compasión por aquella mujer tan querida por todos, la que nunca los trató como intrusos en aquellas tierras que de momento seguían estando bajo su tutela. Ella los recibió como su familia. Realmente pensó, que todos en Bardolín eran la única familia que había tenido Raquel durante todos sus años de soledad. Regresó su atención al trabajo, aferró con fuerza el asidero de su pala y comenzó a remover la tierra que estaba frente a él.

Adelaida recorrió la caminería de lozas azuladas hasta llegar al lado de su tía abuela. La dama de damas no la miró, recibió a la pecosa acunándola bajo su brazo como un ave protege a su polluelo. La muchacha de cabellos de fuego se abrazo a ella con fuerza.

- Tía, que hermoso lugar.

- Hermoso como ningún otro. Aquí cabe toda la tristeza y la alegría de esta anciana - le respondió Raquel sonriendo melancólica.

- Ese documento tiene que aparecer - dijo la pecosa llenándose a sí misma de esperanza.

- Sí hija, tiene.

- No pierda la fe tía. Dios no se olvidará de usted.

Ya se ha olvidado antes, pensó. Sin embargo cuando bajó su mirada a los ojos iluminados de su sobrina se dijo que también tenía sus momentos que se acordaba de ella. Hacía tanto tiempo que no estaba tan feliz por dentro, estaba tan agradecida de que Adelaida pasara por su vida, ya no importaba cuanto tiempo fuese a durar. Su alma había sido llenada de nuevo de amor, de alegría, de fe en el mañana. Se sentía de nuevo como una madre. Se sentía útil para alguien, que sus palabras, amor y compañía podían hacer de Luisa Adelaida, una dama enteramente feliz.     


Santiago estaba cerca de Toñoño cavando sin detenerse. De pronto había sentido como si toda la realidad de Bardolín hubiese caído sobre él. Su hogar, dependía de que la búsqueda fuera efectiva. Que no se desmayara en los ánimos, que todo la intención estuviese centrada en encontrar el documento de como fuera lugar. Aunque en cada palada, al solo encontrar raíces y rocas se desmoralizaba gradualmente. Toñoño intentaba de igual manera no perder la fe. Tierra, pensaba, solo hay tierra y más tierra. Molesto levantó su pala con soberbia y la clavó con fuerza contra la tierra removida...

¡TOC!

Sonó algo hueco bajo el golpe de su pala. Toñoño sintió un escalofrío que le subió por el centro de la espalda. Se puso de rodillas y con las manos comenzó a escarbar casi sin respirar. Su sudor le corría por la frente y por lo brazos. Sus mejillas estaban un más rosadas de lo normal. Tocó algo duró, estructural, que no se movió al jalar de él con sus dedos. Sacó una pequeña pala que llevaba en el bolsillo trasero de su braga y cavó movido por una creciente ansiedad. Aquel objeto era rectangular y de medianas dimensiones.

- Oh mi Dios - dijo para sí mismo. Había conseguido algo.

Se puso de pie casi incapaz de hablar. Miró a su amigo Santiago el que le devolvió la mirada lleno de intriga. De pronto empezó a señalar con emoción hacia sus pies.

- ¡Lo encontré! - comenzó a decirle al muchacho de las herramientas, el que de casi un brinco llegó a su lado. Todos los presentes hicieron su parte acercándose ansiosos. El muchacho chancho, se inclinó de nuevo y como un perro que busca un hueso comenzó a sacar la tierra con sus manos de los lados de aquel objeto.

Era un cofre.

Cuando todos salieron de su pasmo se lanzaron junto a Toñoño a escarbar, a mover de un lado a otro el mediano cofre tratando de aflojarlo de las férreas manos de las tierras fértiles de Los Jardines.

- ¡Toñoño lo encontró! - gritó un señor hacia la dama de damas, la que se mantuvo sin siquiera moverse de donde estaba. Hasta que no lo tuviera en las manos no se alegraría.

- Tía - Adelaida la miró, pero la dama de damas, parecía de acero mirando hacia el grupo de hombres que parecían moscas sobre un trozo de carne cruda. Lili se mantenía al lado de las dos, orando por que el extraño cofre tuviese en su interior el anhelado documento.

Toñoño por una de las asas y Santiago por la otra lo arrancaron del suelo como si fuera una muela envejecida del removido suelo. Todos iban al lado de ellos llenos de emociones encontradas, mientras estos como por un acuerdo silencioso comenzaron a caminar con prisa hacia la Señora de Bardolín. Al llegar ante la silenciosa mujer, alta como una torre de acero, lo depositaron ante sus pies con cuidado. Adelaida y Santiago se miraron y se sonrieron esperanzados. El muchacho de las herramientas comenzó a quitar la tierra húmeda que estaba pegada sobre la parte superior de la tapa. Poco a poco fue apareciendo una figura. Raquel la conocía. Suspiró profundo. Cerró los ojos pidiendo a Dios el milagro que necesitaban para salvar su amado hogar.

- Doña Raquel ¿Este cofre era de usted y de su esposo? - preguntó uno de los ancianos presentes, mientras los demás hicieron un impoluto silencio. Ella negó con la cabeza. Sin embargo sobre el cofre estaba aquella figura tan conocida para ella.




El escudo de la familia Bardolín.    




  


sábado, 7 de marzo de 2015

Capítulo 23

Sonriente como una luna creciente, reluciente y hermosa iba ella. Ya había dejado atrás la fuente de la vereda principal y en lugar de ir hacia la izquierda en dirección a Los Jardines, cruzó a la derecha camino al pequeño mercado de Bardolín. Llevaba el cabello recogido en el cenit sostenido entre cintas que simulaban rosas. Miraba todo con ojos nuevos; aunque ya había recorrido incontables veces esa vereda, ese día todo le parecía distinto, más ordenado, más colorido. Toda la belleza que brotaba de su alma la veía reflejada en todas las cosas, como una lámpara que el resplandor que deja delante de sí es su propia luz. Al alcanzar el final de la vereda se dejó invadir por los aromas que venían de todos los tarantines a su alrededor. Especias, frutas, hierbas, colores. Se detuvo un momento frente a verdes perejiles, cilantros y hierbas buenas. Se acercó un poco para olerlas profundamente, no le interesaba llevárselas, solo quería experimentar las sensaciones de todos esos silvestres aromas. 

- Señorita ¿le puedo ayudar en algo? - dijo la señora Marta, mientras ataba un manojo de menta con sus manos rollizas. 

- Oh... No, no Doña Marta. Muchas gracias - dijo la pecosa mostrando una tierna sonrisa que a la mujer de las hierbas cautivo.

- Señorita Adelaida, hoy está muy hermosa - le dijo pícara -. ¡Ah que mire que esos ojitos llenos de chispa yo los conozco muy bien! ¡Tantas veces que los he visto en el espejo y en otras caras!

- Solo son ojos de felicidad - respondió la bella pelirroja aun manteniendo su rostro risueño.  

- Pero usted parece la felicidad con ojos. Afortunado el dueño de esa mirada. 

La pecosa inclinó su rostro como una flor al atardecer y pareció mirar hacia el cielo tratando de alcanzar un pensamiento. Luego cerró sus pequeños hermosos ojos un segundo y sus labios volvieron a dibujar una de las más hermosas sonrisas jamás vistas en todo Bardolín. Los abrió lentamente como saliendo de un amable sueño. 

- ¡Ay señorita! ¡Usted está enamorada! - dijo la señora de las hierbas mientras tomaba otro manojo de menta sin quitar los ojos de la muchacha.

- De la vida Doña Marta. Qué tenga un hermoso día. Que venda mucho - Adelaida siguió su camino dejando detrás de sí a la señora rolliza la que también le deseo un magnífico día. Cerezas, pensó, que lastima que aun no sea tiempo de cerezas, mientras miraba en todo el lugar los diferentes tarantines llenos de las matizadas frutas que llenaban gran parte del mercado.

- ¡Preciosa dama!  ¡Buen día! - la llamó de pronto una voz masculina. Era Mateo Bardolín. Miraba hacia los lados como buscando a alguien -. ¿Cómo está Raquel? ¿Está por aquí para saludarla? 

- Buen día - respondió la pecosa mostrándose algo altiva y apretando un poco el entrecejo -. Mi tía abuela está como debe estar. Y no, no ha venido. Sí quiere saludarle usted sabe donde vive.

- Señorita, señorita. Por favor - Mateo comenzó a andar al lado de la joven de cabellos de fuego, siempre con su actitud un tanto altanera y de excesiva autoconfianza -. Creo que debemos comenzar de nuevo a conocernos. No me tenga mala idea, no soy tan malo como a usted le parece.

Adelaida apenas lo tocó con la mirada, mas no le respondió en lo absoluto. Él no dejaba de mirarla con cierta curiosidad amable.

- Eres hermosa como tu madre.

La muchacha pelirroja siguió sin pronunciar palabra. Aunque estuvo a punto de detenerse e interpelarlo. Que no se atreviera a mencionar a su madre, pero no quería arruinarse el día.

- Tengo recuerdos muy especiales de Betania - la voz de Mateo sonó nostálgica, tanto que ella volteó a mirarlo. Él se había quedado en silencio, pensativo mientras iba a su lado mirando a lo lejos.

- Mi madre nunca me ha hablado de usted - le dijo ella con algo de sequedad.

- Yo tampoco nunca hablo de ella - le miró pareciendo otro, más sincero, más auténtico -. ¿Realmente hace falta?

- ¿Qué quiere decir?

- El silencio no es olvido - él volvió mirar a lo lejos.

- A veces sí - le respondió Adelaida sintiendo algo de compasión por él. ¿Jamás a podido olvidar a mamá? Que pena. Ella si parece haberlo olvidado por completo, pensó.

- A veces sí, a veces no. Pero con el silencio nunca se sabe - él le sonrió con gesto paternal.     


- Obviamente no está hablando de usted ¿no? - la muchacha pareció ofuscarse un poco -. ¿Me está queriendo decir que mi mamá aunque no lo diga usted cree que aun piensa en usted?

- Señorita - se detuvo apoyándose en su bastón con las dos manos -, hablo de mi. Ante los demás soy un Bardolín intruso entre los tarantines de este lugar que poco a cambiado con los años. No tengo que decirlo, por eso nadie sospecha que vengo aquí porque allá - levantó su bastón dirección al tarantín de la flores - conocí a Betania. Hermosa, con su cabello negro como el azabache, estaba absorta con las rosas blancas que vendía Mercedes. Yo no pude evitar acercarme hasta su lado y contemplarla. Hermosa, como te he dicho. Tu madre era muy hermosa. 

- Lo es. 

- No tengo duda de ello. ¿Y cómo está ella? - dijo el enderezándose

- En la ciudad, junto a mi papá. 

- Claro.

Adelaida vio un rastro de tristeza en la mirada de Mateo, el que se quedó en silencio observándola unos segundos. Serías mi hija, pensaba él, si la vida hubiera estado de nuestra parte. Volvió a mirar hacia el puesto de las flores cómo si pudiera ver el pasado proyectado como una película ante sí. 

- Y... ¿usted se casó? - preguntó Adelaida después de mirarlo silentemente. 

- ¿Yo? - Mateo salió de su letargo -. Sí. Con una buena dama. No le gusta este lugar. Se quedó en la ciudad. 

A Adelaida las orejas se le encendieron. Y se le endureció un poco el rostro de nuevo.

- Pero... si está casado ¿por qué me dice todas esas cosas del silencio, del olvido y de mi madre?

- No sé. Espero que por tu juventud no sepas lo que es aferrar el corazón a algo que no tiene sentido. Pero en fin de cuentas, aferramos el corazón a caprichos, a personas o a recuerdos. ¿Sabrá Dios por qué motivos? Vicios del corazón. 

Ella se quedó en silencio pensando en esas palabras. Lo miró de nuevo a los ojos y le dijo con mucha entereza:

- Lamentablemente a mi corta edad ya sé lo que es aferrar el corazón al dolor. Pero también estoy aprendiendo que si mis manos hacen un nudo, mis manos pueden desatarlo...

- Señorita, hay nudos que cuando se aprietan mucho no se pueden desatar - le interrumpió él.

- Se corta la soga. El problema no es el nudo. El problema son las manos que no hacen nada para desatarlo. 

Mateo la miró con admiración. La hija de Betania le pareció muy sabia, muy madura. Sus palabras tenían sentido. Uno mismo es el que hace las ataduras, se dijo internamente, uno mismo debe soltarlas cuando necesitamos proseguir. La pelirroja que tenía en frente le acababa de dar una lección. La misma hija de su recordada Betania, tal vez le estaba enseñando a como dejar tanto pasado atrás.   

- Señorita Adelaida ¿todo está bien? - se acercó de pronto el señor Ugenio, mirando de arriba a abajo a Mateo Bardolín como si mirara un montón de desperdicios uno encima de otro.

- Sí señor Ugenio. No hay ningún problema - la pecosa le mostró su hermosa sonrisa. Ugenio se alejó con desconfianza aún mirando al Bardolín, el que le parecía un agravio en el paisaje.

- Bueno señorita, mejor me despido - Mateo le dijo amablemente -. No quiero crearle ningún problema.

- A quién no debe crearle problemas es a este noble pueblo - Adelaida lo miró directo a los ojos y con mucha determinación - y mucho menos a mi tía Raquel.

- Me alegra que ya no parezcas tenerme miedo - sonrió él. Mas la hermosa pelirroja no le respondió. Por ella la conversación había terminado pues todavía quedaba mucho de ese hermoso día por disfrutar.

- Buen día - le dijo ella.

- Buen día señorita - respondió el alzando un poco su sombrero. La miró un segundo con admiración y cariño y se dio la vuelta regresando a su actitud altenera. Luego siguió pavoneándose camino hacia la salida del mercado. Adelaida suspiró.

- Por fin - dijo al aire y al levantar la vista el corazón le vibró en el pecho, pero lleno de mucha emoción. No se movió de donde estaba y miró al muchacho de las herramientas a cierta distancia, dudoso frente a un montón de frutas de todos los colores.

Santiago estaba concentrado sosteniendo en sus manos dos duraznos. Se decidía por cual llevarse; miraba su textura, su color, su aroma. Miró hacía las sandías, luego hacia las ciruelas. Estaba un poco indeciso. ¿Qué me llevo? pensaba. El señor de las frutas lo miraba impaciente.

- Jovencito... ¿vas a elegir alguna fruta o las vas a ver una por una primero? - dijo un poco malhumorado.

- Disculpe - el muchacho de las herramientas molesto en el fondo por el comentario del frutero, estuvo apunto de soltar las frutas y darse la vuelta.

- Hola - escuchó que lo saludaban. Era una voz que él amaba. Volteó casi dando un respingo.

- Adelaida - dijo sonriéndole algo nervioso pero ella se veía distinta. Se veía radiante, en sus ojos brillaban muchos destellos y su rostro se veía ruborizado y luminoso.

- Te recomiendo los duraznos - le dijo ella -. Tienen un exquisito dulzor y están muy jugosos. Ayer mi tía llevó para la casa y estaban exquisitos
La pecosa tomó una de las frutas aterciopeladas de las manos de él y con su pañuelo limpió la fruta y la acercó a la nariz de Santiago.

- Siente tan magnífico aroma - Adelaida lo miró esperando su apreciación. Él olió la fruta atrapada en la pequeña y frágil mano de la pelirroja hermosa, pero fue el aroma de ella, su perfume suave el que realmente lo alcanzó nuevamente. Mientras olía el durazno no pudo evitar mirar los hermosos y rojizos labios de ella, como dos gajos de toronja. Esa si sería una fruta digna de probar, sin duda alguna.

- Sí, huelen muy bien - respondió alelado en ella. La bella muchacha le quitó de la mano el otro durazno y extendiéndolos hacia el impaciente señor del tarantín le dijo tras su hermosa sonrisa, ablandándolo:

- Me los llevo - luego mirando a Santiago aun llena de esa gracia y seguridad que lo tenía cuativado le dijo: Yo invito.

- No... Adelaida... gracias pero yo...

- Yo invito - volvió a insistir ella mientras dejaba unas monedas en las manos del ya satisfecho frutero. Ella le entregó el durazno que ya había limpiado y luego se afanó con el otro dejándolo impecable. Así, sosteniéndolo luego como una copa con sus delicados dedos lo acercó al de Santiago -. ¡Salud!

El muchacho alzó su durazno y lo juntó al de ella. Los duraznos parecieron darse un beso.

- Salud - sonrió él. Ella se le iluminó el rostro todavía más mostrando una sonrisa llena de verdadera alegría. Santiago estaba mirando a una Adelaida distinta, una que no conocía y que le gustaba más. ¡Oh mi Dios! pensó ¡Qué hermosa es cuando sonríe así! Desde ese día Santiago amo a los duraznos y a Adelaida... mucho más.

- Te quiero pedir disculpas. Ayer en la tarde... por retirarme así como me fui... - el muchacho pareció apenado.

- No te preocupes - dijo ella antes de morder delicadamente la redonda y dorada fruta. Cerró los ojos -. ¡Deliciosa! ¡Qué deliciosa esta fruta! 

- Hoy te ves feliz - observó el muchacho de las herramientas con el durazno aun a medio camino, atrapado como siempre en la belleza de ella, entre sus pecas. La forma de su rostro. Sus ojos cerrados suavemente. Sus labios de toronja -. Ayer te veías triste.

- Ayer Santiago - ella abrió los ojos y lo miró con gracia -, todavía hablando de ayer y no has probado el durazno. 

Él mordió por fin su redondeada fruta y en verdad la disfrutó. Como ningún otro durazno que hubiese probado antes y no se debía a que estuviese maduro y dulce. Era el durazno que le había dado ella. Eso lo hacía distinto de cualquier otra fruta que hubiese probado jamás. Adelaida lo miró satisfecha, le mostró una vez más su radiante sonrisa y al muchacho de las herramientas casi se le cae el durazno de la boca. ¡Hermosa! ¡Adelaida es infinitamente hermosa cuando está feliz! pensó. Ella notó la cara de él y se le ruborizaron las orejas igual que sus mejillas. Sin embargo no se sintió tímida, se sintió hermosa como hace tiempo no lo hacía, se sintió bonita.

- Hoy soy feliz - dijo ella casi como un murmullo. Soy la felicidad; no tengo que ir a ningún lado, no tengo que encontrar nada. Soy una dama y estoy hecha de lo que está hecho mi corazón, y hoy está hecho de felicidad. ¡Soy una dama feliz! se dijo a sí misma en sus adentros.

- Entonces me alegro - respondió él. Y aunque él no lo tenía tan claro como ella, en ese preciso momento había dejado de buscar, en ese preciso momento no había nada que encontrar. Detuvo la travesía de su corazón. No tenía que buscar la felicidad en ninguna otra parte. Él y ella eran la felicidad.


Lo demás, el pasado, comenzaba a no importar.




- Tan tierno - se le interpuso León a Mateo en el camino -. ¿Hablando con la hija que nunca tuviste?

- Déjame en paz - le respondió intentado bordearlo, pero León lo sostuvo del brazo. 

- Espero que no estés olvidando de quién es familia esa sangre de cabaretera - le dijo apretando los dientes lleno de soberbia. Mateo lo agarró con fuerza por la pechera del chaleco y lo pegó fuertemente contra la pared de una casa de la vereda.

- ¿Cómo has dicho? - le gruñó.

- Por favor Mateo, tu sabes bien quién es Raquel y esa muchachita es de su estirpe - a León se le hacía imposible zafar la mano de su primo de sus ropas. 

- ¿Cómo te atreves a llamarla...? - de pronto en la mente de Mateo se presentó una imagen muy conocida. Esa expresión la había escuchado antes, de otra persona, aludiendo al mismísimo León. Sacudiéndolo con más fuerza contra la pared le dijo:

- Dime una cosa León, ¿tiene alguna relación esa muchacha con tu amistad con el hijo de los Villafranca? Él me llegó a comentar que gracias a ti, por decirle que su prometida tenía sangre de cabaretera él se salvó de cometer el peor error de su vida. 

- ¿Es que no lo sabes? - le respondió con malicia - ¿La muchacha del chalet? Recuerdas esa desafortunada historia ¿Cierto? Bueno, he ahí a la muchacha del chalet. Esa jovencita con su cara de inocentona no es diferente de su anciana tía. 

- ¿Adelaida era la prometida de Joshep Villafranca? - dijo Mateo sintiendo un mal pesar en su cuerpo. 

- Lo era. Pero por suerte...

- Lo pusiste en contra de ella por tu odio a Raquel - casi le escupió el rostro. 

- Solo le dije la verdad y el mismo la comprobó - León lo miró con soberbia una vez más.

- Una cosa es querer recuperar lo que es nuestra herencia, otra destruir la vida de una jovencita tan buena como esa - dijo Mateo comprendiendo en su alma el por qué la pecosa le había dicho que a pesar de su edad ya sabía lo que era aferrar su corazón al dolor. 

- ¿Tan buena como esa? - León rió burlonamente -. ¡Por favor Mateo! Toda tu ceguera es porque es la hija de Betania de la que también tuviste la suerte de no...

Mateo soltó el bastón el que cayó sobre las redondeadas piedras de la vereda sonando tenebrosamente seco. Con sus dos manos sostuvo casi en el aire a León y lo miró con todo el enojo y desprecio que le pudo brotar de adentro. León palideció, el sabía que cuando su primo soltaba su bastón de esa manera era mejor alejarse, pero en ese momento no tenía manera de como hacerlo.

- Tu alma está podrida León - le dijo entre dientes -. Has mandado a llamar al joven Villafranca solo para perturbarla a ella, para perturbar a Raquel a través de su sobrina. En pocas semanas él estará aquí por tu culpa, por tu maldad, por tu odio. Gran Papá estaría tan decepcionado de ti. Somos del linaje Bardolín, no somos malas personas, o por lo menos eso siempre he creído. 

- Ahora eres un ángel.

- Siempre he reclamado lo que por derecho creo es mio, pero jamás me atrevería pasar por encima de una inocente niña para jactar mi orgullo. Para sentirme poderoso. Que bajo eres León. Estás podrido por dentro. 

- Suéltame - le dijo comenzándose a poner nervioso -. Esa muchachita te ha cegado la razón. Nos han robado por años y ella y su tía y toda la marginal gente de este pueblo se nos interponen. 

- No tienes dignidad - lo soltó casi dejándolo caer de bruces -. Tú no tienes nada de valor que se te pueda robar. Y si nosotros, los Bardolín somos todos como tú en el fondo no nos merecemos este hermoso lugar. Por eso Gran Papá fue sabio en sus decisiones. 

- No menciones otra vez a ese maldito viejo... - no había terminado de decirlo cuando Mateo ya lo estaba abofeteando tan duro que le hizo sangrar la boca.

- ¿Cómo se te ocurre? - Mateo no salía de su asombro - ¿Cómo se...? Todo esto por lo que estamos luchando, que ahora no sé si sea lo correcto, se lo debemos a Gran Papá. ¡Que has hecho tú y yo sino que comernos la gran fortuna de dejó! Definitivamente estás podrido. 

- Me has roto la boca - León miró sus dedos manchados de sangre, luego lo miró con total desprecio -. Voy a hundir a este pueblo, voy a echar casa por casa abajo, y estaré parado frente de cada una de ellas cuando caiga disfrutándolo. Escupiré sobre los pies de cada uno de estos pueblerinos mientras los vea irse de mis tierras. Y a la que más hundiré será a Raquel y si su sobrina se interpone la hundiré junto con ella, las ahogaré en el lodo de las ruinas que quedarán de este lugar. Y el hijo de los Villafranca estará aquí para montar, juntos, nuestras botas sobre sus cabezas mientras se hundan más y más. El tiempo está a mi favor, Mateo, y si te interpones tú, también te hundiré. Te lo juro por Dios que te hundiré. 

- Estás demente - Mateo se acercó a su bastón y lo recogió. Luego mirándolo a los ojos casi fundiéndolo con el enojo que sentía le dijo: Tendrás que hundirme entonces. No sabes lo que acabas de hacer amenazándome. Eres un cobarde que solo tiene el valor de ser un calumniador para agredir a esa pobre muchacha. De ahí a más lejos eres un cobarde, no me asustas con tus amenazas. ¿Me vas a hundir? Vamos a ver quién se hunde primero. 

- El demente eres tú - le gritó mientras Mateo comenzaba a alejarse mientras intentaba pulir la empuñadura de su bastón -. Somos toda la familia contra ti solo. Claro que te hundiré. Estás solo.

Mateo volteó y lo miró en silencio, luego sonrió muy serenamente mirando a su alrededor, hacia todas las casas. 

- ¿Sólo? Eso vamos a verlo - se dio la vuelta y dejó solitario a León carcomiéndose en su propio odio. Maldijo cada hora que lo separaba del día en que Raquel ya no tuviese potestad sobre Los Jardines de Bardolín. Comenzó a caminar agitado por las emociones mientras se juraba a sí mismo que no quedaría una piedra sobre otra en cada paso que daba, que borraría de la faz de la tierra el más mínimo vestigio de aquel lugar. No dejaba de ver en su mente con profundo desprecio el rostro de Raquel y el de Adelaida. 

Y sabía que hundir a la pelirroja sería hundir a la Señora de Bardolín.